El hombre que hay en mi

Reflexiones de un Joven Directivo

Ha llovido mucho, sobre todo últimamente, desde mi anterior post. Imagino que todos necesitamos un tiempo de barbecho personal, y, en mi caso, debo reconocer que ésto ha sido más cierto que nunca. 2019 está siendo un año extraordinario en todos los sentidos, plagado de novedades, algunas de ellas que permiten aventurar un 2020 también de fuertes emociones, y, tal vez, digerir todo esto que me está ocurriendo, me ha "secado" temporalmente las ideas para escribir. 

Hace unas semanas, sin embargo, volví a sentir la necesidad de hacerlo, así como de reenfocar este blog de una forma más personal. Es posible que cuando no sientes la "obligación" de pensar sobre qué escribir, de alguna manera coges un poco de perspectiva. Fue así como descubrí cómo abrir esta nueva etapa que hoy comenzamos en El Disparadero. De ahora en adelante, compartiré con vosotros vivencias clave de mi vida, las cuáles han resultado trascendentales en mi devenir profesional, pero también personal. Espero que os resulte interesante, y que este blog retome el sano hábito de fomentar la reflexión entre todos los que os dejáis caer por aquí de vez en cuando.

No hay mucha gente que conozca esta historia. O al menos que la conozca del todo. Ni siquiera muchos de mis mejores amigos. Allá por el año 1.992, cuando España se preparaba para albergar sus primeros Juegos Olímpocos de la historia, yo era un chaval de 14 años que soñaba con ser futbolista. Por aquel entonces, me estaba saliendo todo. Había sacado unas notas estupendas en el colegio y venía de haber firmado una temporada memorable jugando al fútbol. No sólo había marcado 17 goles jugando de defensa, sino que Fermín Gutiérrez, ex jugador del Real Madrid y entrenador mío por aquel entonces, me ponía de ejemplo ante los demás. Don Félix, profesor de Educación Física de mi colegio y a la vez entrenador del Vallecas en 3ª división, me insistía cada poco tiempo en que me fuera a jugar a las categorías inferiores de dicho club, del mismo modo que me animaba a hablar con mi padre al respecto. Es cierto que me beneficiaba de haber crecido más rápido que la mayoría de mis compañeros, pero también ocurría que por aquel entonces me sentía "intocable". Estaba pleno de confianza en todo lo que hacía, y aquello se me notaba. 

Con ese estado de ánimo me fui a Irlanda otro verano más, el segundo de mi vida, a seguir mejorando mi inglés. Allí me reencontraría con algunos de los amigos que ya me había hecho el año anterior, a los que se unieron otros chicos estupendos con los que formamos una gran piña. Cerca de la casa de uno de ellos, todos los domingos por la tarde echábamos unas pachangas memorables con algunos irlandeses de por allí. Eran partidos que se jugaban con una intensidad impresionante, pero que luego terminaban siempre con gran deportividad. Siempre recordaré con cariño aquellos días. 

Aquel domingo estaba jugando realmente bien. Yo era uno de los más pequeños de aquellos partidos, pero como venía siendo costumbre de un tiempo a esa parte, seguía pleno de confianza, atreviéndome a tirar caños, paredes, chutar y marcar dos o tres goles, sin descuidar mi faceta defensiva, que era, en el fondo, por la que yo destacaba. Los irlandeses venían un poco picados, por cuanto les habíamos ganado los tres últimos fines de semana y aquel era el último partido de aquel verano. 

Aunque hacía sol, el césped estaba mojado, ya que poco antes del partido había caído un buen chaparrón. De repente un balón quedó dividido, y yo, que no dejaba de pelear una sola jugada, fui con ímpetu a por él. Eric, un irlandés bastante mayor que yo y que medía más de 1,90, se deslizó por la hierba para tratar de anticiparse. Yo, por mi parte, no quería amedrentarme, pero viendo la velocidad de crucero que tomaba aquel bigardo irlandés, pensé en el último segundo que no merecía la pena chocar, que ambos nos íbamos a hacer daño. Fue demasiado tarde. Cuando quise darme cuenta, no me había dado tiempo a quitar la pierna y salí por los aires, cayendo con la rodilla completamente doblada y sonando un chasquido que dejó a todo el mundo preocupado. Se me saltaban las lágrimas.

A los pocos días llegué de vuelta a España. La rodilla me dolía, pero no había inflamación, por lo que, aparte  de comentarle a mi padre lo que me había pasado, tampoco quise darle más importancia al asunto, creyendo que sería sólo un golpe. Sin embargo, durante el mes de agosto todo fue a peor y mi padre, por fin, decidió que sería bueno ir al traumatólogo de confianza de la familia para que me viera aquella rodilla. Tras hacerme una radiografía, determinó que todo era un problema del cartílago de crecimiento, y que, con una serie de calmantes y calcio, aquello se me iría pasando. Nada más lejos de la realidad. En enero, llegando a un punto en el que se me saltaban las lágrimas cada vez que entrenaba, por fin se decidieron a hacerme una resonancia mágnética, las cuáles no se llevaban tanto como ahora, al menos en los ciudadanos de a pie. El resultado fue devastador. Menisco externo roto, un quiste enorme en la rodilla y un cartílago muy tocado como consecuencia de una lesión de ligamentos que nadie supo ver y que se había curado sola. Huelga decir que cambié de médico, y que el nuevo, en cuanto me vió, me dio cita para el quirófano. De aquella operación sólo recuerdo cómo cuando me despertaba, uno de los enfermeros que había estado en la intervención, le decía a mi nuevo traumatólogo que "este chico", refiriéndose a mi, "no volverá a jugar al fútbol". 

Afortunadamente para mi, se equivocó y en junio de 1.993 estaba de vuelta. Sin embargo, hubo cosas que ya nunca pude volver a hacer. Por lo pronto, dejé de ser rápido y era casi un segundo más lento en los 100 metros lisos. Mis mejores marcas en salto de altura y salto de longitud, disciplinas con las que nos examinaban en Educación Física, fueron antes de aquella operación, con 14 años. A los 18 años, tuve una segunda operación, de la que salí siendo incapaz de pegarle al balón con la fuerza estratosférica con la que lo hacía antes. Mi madre tiene grabado en vídeo un gol desde mi campo en fútbol 11 con 14 años, y a los 18, sin embargo, no era capaz de hacer un cmabio de banda. A los 38 años, llegó la tercera operación y, con ella, una certera reflexión de mi traumatólogo: "Fernando, te quedó una rodilla al 50% desde aquella primera operación a los 15 años. Yo creo que ya es momento de dejarlo, ¿no te parece?".

Ningún entrenador supo nunca lo que me había ocurrido, o al menos no del todo. Nunca quise poner excusas. Di siempre lo mejor de mi, con un dolor muy profundo en mi interior, el que me generaba no volver a ser capaz de hacer cosas que antes me salían solas, pero también disfrutando de cada segundo que corría detrás de un balón. Volví a ver a Eric en 1.993 y tampoco le conté nada de lo que me había ocurrido. En 1.994, durante mi último año en Irlanda, ya no jugamos contra aquellos chicos, ya que José Carlos, que era el que era vecino de éstos, ya no volvió aquel verano. Las casualidades de la vida hicieron que poco antes de regresar a España en el que fue mi último verano allí, me encontrase con Jason, uno de los mejores amigos de Eric. Me dio un fuerte abrazo, de esos que sabes que se dan cuando es muy probable que no vuelvas a ver alguien en tu vida. Sueño mucho con aquella entrada y a veces me pregunto qué hubiera sido de mi sin la misma, pero, como decía Ortega y Gasset, uno es lo que es y su circunstancia. Imagino que soy la persona que soy también por lo que me ocurrió aquella tarde y de mis cuatro veranos en Irlanda sólo guardo magníficos recuerdos.

Pero este post, pese a lo que pudiera parecer, no va de fútbol, sino de personas. Aquel día en las afueras de Dublin se rompió algo más que mi rodilla. Aunque mi bachillerato no fue malo, ni siquiera me aproximé a mis notas de aquel 1.992. Incluso en 1.993 me quedó, por primera y única vez, una asignatura para septiembre. Perdí el autoestima durante algunos años y no fui capaz de estudiar medicina, lo que había sido mi sueño desde pequeño. Desarrollé un miedo atroz a chocar con nada en esta vida y siempre procuré funcionar con una excesiva mano izquierda que, en más de una ocasión, ha resultado contraproducente.

Y es que, durante mis primeros años como directivo, ejerciendo labores de responsabilidad, sé que la gente comentaba que cuando uno entraba en mi despacho a hablar conmigo, siempre sacaba algo. Y aunque me fastidie reconocerlo, era cierto. De alguna forma hoy veo claro que hubo quién se aprovechó de mi y de mi forma de ser. Todo por no chocar, por no tener un conflicto, por no ser capaz de poner límites. Aún recuerdo como me temblaba todo el cuerpo un día en el que tenía que despedir a una persona que había llegado borracha a su puesto de trabajo después de comer y casi había atropellado a un compañero con una máquina. Mientras llegaba el momento de comunicar el desenlace, yo daba vueltas en mi despacho, buscando, como Pilatos en su palacio con Jesús preso, un motivo para salvar a aquel empleada. 

Ese día me pregunté si yo realmente valía para un puesto de dirección. Sí, tenía muchas ideas, mucho entusiasmo y vender siempre se me había dado bien, pero dirigir un equipo o llevar procesos de negociaciones conflictivas, exigen una serie de virtudes de las que yo en aquellos momentos adolecía. ¿Por qué no era capaz de plantarme, siendo como era yo una persona de convicciones? Y ello también me pasaba factura en lo personal, en las relaciones que tenía, llegando a negarme a mi mismo, incluso, para no generar un conflicto con el otro. 

Hace unos años tomé una de las mejores decisiones que he tomado jamás. Comencé a ir a un psicólogo para entender por qué me pasaban ciertas cosas, de dónde me venían ciertos temores. Y en este tiempo, lo que ha ocurrido es que he aprendido a conocerme mejor. He podido comprender de dónde venían mis miedos, y, de esta forma, poder gestionar mejor mis emociones. Que nadie me entienda mal. Uno es como és. Mourinho siempre será Mourinho y Del Bosque siempre será Del Bosque, vayan o no a un coach o a un psicólogo, pero es cierto que, al igual que como me gusta decir, los miedos, las dudas o los vértigos son inherentes a la naturaleza humana, lo bueno es que como tales se pueden gestionar. Yo no he dejado de ser aquel niño que jugaba en Irlanda, aquel adolescente que fue desarrollando aquel pavor a chocar con nadie, pero ahora tengo herramientas para manejarlo. Y creo, honestamente, que eso no sólo me ha hecho mejor profesional, sino mejor persona.

En estos casi 18 años que llevó trabajando, me he encontrado con muchos tipos de directivos. Algunos que se cargaban operaciones muy ventajosas para sus compañías por ataques de ira. Otros que borraban teléfonos móviles de sus colaboradores tras una discusión. Muchos con la piel muy fina, otros con doble vara de medir, incluso uno, el peor, sin duda, el de una persona que se dedicaba a "putear" a sus subordinadas que trataban de conciliar, porque ella, por llegar a lo más alto, "había tenido que renunciar" a ser madre, según explicaba con sus propias palabras. En definitiva, muchos con evidentes problemas para gestionar su parte emocional y, lo peor de todo, sin ser conscientes de ello. 

Un día, Álvaro San Martín, uno de los mejores profesores que he tenido jamás, y que me dio clase en el IESE, me dijo una frase que jamás se me olvidará: conocerse, para poseerse, para darse. Esa es la clave del directivo. Como señala Clayton Christensen en su maravilloso artículo "How will you measure your life?", publicado en la Harvard Business Review en el año 2010, “el Management es la profesión más noble si se lleva a cabo de la manera correcta. Ninguna otra ocupación ofrece tantas formas de ayudar a otras personas a aprender y a crecer, a asumir responsabilidades y ser reconocidas por sus logros y su contribución al éxito de un equipo”, pero para ello es crítico que te conozcas bien, porque sólo así podrás gestionar tus emociones y dar lo mejor de ti a tu equipo. Y es que, como apunta Daniel Goleman, la inteligencia emocional tiene algo de genético y algo de la propia educación recibida, pero, sobre todo, se puede ir puliendo y desarrollando con los años. Cuando hoy miro atrás y comparo la persona que era y en la que me he ido convirtiendo, no me cabe la más mínima duda de que es así. 

Hoy sé que no pasa nada por chocar, que de los conflictos bien llevados surgen oportunidades, que, además, no hay por qué llevárselos a lo personal, y que no pasa nada tampoco por decir que no. ¡Como tampoco pasa por decir que sí! La vida es un continuo proceso de crecimiento personal, pero para ello hay que tener una pizca de curiosidad y mucha valentía, la que requiere asomarse a conocer realmente al hombre que hay en ti. Como en más de una ocasión he dicho, crecer duele, y aunque, paradójicamente, en aquella ocasión no fuera el cartílago de crecimiento de la rodilla el que me estaba haciendo daño, como pensaba aquel primer médico, de aquello, aunque no fuera consciente hasta muchos años más tarde, me quedó una de las lecciones vitales más importantes de mi vida.

Por último, y a  modo de cierre, no querría que nadie del personal se pensase que por el camino, tras aquella entrada, se perdió un Leo Messi, o un jugador profesional en potencia. Nada más lejos de la realidad. Luisito, Iñaki, Chete o Carlos Gutiérrez entre otros, todos ellos compañeros míos en algún momento de mi etapa de jugar al fútbol más o menos en serio, eran mucho mejores que yo y tampoco llegaron. A mi sólo me queda la duda de saber cuál hubiera sido mi límite en plenitud de facultades físicas, pero siendo honestos y viendo las cosas con perspectiva, creo que mi vida hubiera ido por otros derroteros igualmente. El éxito, o al menos esa es mi convicción,es vivir la vida que uno quiere, conforme a unos valores y siendo feliz con lo que hace. A menudo creo que Dios escribe derecho con renglones torcidos. Pero sobre eso escribiré otro día. Pronto, lo prometo.

Comentarios

Pedja ha dicho que…
Qué bien que hayas vuelto a escribir. Gracias por este regalo. Un abrazo, amigo

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