Vivencias - Santi
Mi pequeño homenaje
Querido Santi,
Mira que tengo facilidad de palabra y tendencia a la pluma,
pero te confieso que arrancar estas líneas ha sido una de las cosas más
difíciles a las que me he enfrentado en mi vida. En el fondo creo que ya lo
sabes. Entre tú y yo nunca ha habido secretos y siempre sentí que me conocías
muy bien. Me encantaba contarte cosas, sincerarme contigo, escuchar tus
reflexiones, llenas de una madurez y un aplomo impropios de tu edad, y que me
aportaras a menudo perspectivas que a mi no se me habían ocurrido previamente.
Otras veces sólo escuchabas, cuando intuías que lo que más necesitaba era
desahogarme, tal vez como ahora mientras escribo estas líneas, pero la realidad
y lo que de verdad importaba era que cuando te buscaba siempre estabas ahí. De
alguna forma noto que sigues estando, pero cuesta acostumbrarse a esta nueva
realidad, aunque te prometo que lo haré.
Es posible que no te acuerdes, pero tú y yo empezamos con
buen pie. Concretamente en aquel viaje familiar que hicimos todos juntos a
Mallorca. No recuerdo qué aerolínea fue, pero para bendición nuestra, rompieron
tu carrito. Tu madre estaba embarazada de María, y tu padre bastante tenía con
Caku y con Juan, que con apenas 4 y 3 años, no paraban de corretear por
cualquier lugar al que nos desplazábamos dentro de la isla. Así que me tocó
llevarte a caballito en un montón de visitas en las que vimos juntos por
primera vez lugares fascinantes. Yo con mis 14 años estrenados un poco antes y tú
a unos meses vista de celebrar tu primer aniversario. No sé quién disfrutó
realmente como un enano en aquel viaje, si tú, como el bebé que eras, o yo, que
me sentía muy honrado por el mero hecho de tener la responsabilidad de cuidarte.
¿Sabes? Te confieso que una de las primeras cosas que he hecho este fin de
semana en casa de mi madre en Madrid ha sido volver a ver las fotos de aquella
Semana Santa del año 92. Incluso recordé lo mucho que te gustaba tirarme del
pelo, y la gracia que a mí me hacía aquello pese a la fuerza que ya tenías.
Poco a poco fuiste creciendo y te seguía gustando jugar
conmigo. Incluso tirarte encima de mí en la playa cuando ya empezaba a salir y lo
que necesitaba era dormitar un rato sin que mis padres se enteraran, no fuera a
ser que sospecharan la hora a la que realmente había llegado a casa la noche
anterior. Lo cierto es que siempre me reía mucho contigo. También recuerdo
cuando te entrené en la escuela de Fútbol del Colegio Santa María del Pilar, e
incluso el día en el que te hice debutar con los mayores, con el equipo de
Juan, en el campo del San Pascual, al lado de la Mezquita de la M-30, cuando
marcaste aquel gol en el partido decisivo que nos daba el ascenso. Recuerdo tu
eterna sonrisa celebrando el gol por la banda, mirándome orgulloso y feliz ante
el abrazo que te estaban dando todos. Y es que entre tú y yo, Santi, y guárdame
el secreto, tú eras el que mejor jugaba al fútbol de tus hermanos. Tenías algo
especial, algo que te diferenciaba del resto: jugabas con alma. Disputabas cada
balón y cada partido como si fuera el último, y transmitías algo que me
recordaba un poco a mi cuando salía a jugar. Me identificaba contigo. Eso sí,
te reconozco que tú tenías bastante más clase que yo, que por eso lo mío era
jugar atrás y lo tuyo crear, pero sobre todo me gustaba tu manera de afrontar
las cosas. Y es que el deporte es escuela de valores, y lo que pones de
manifiesto en el campo, a menudo se refleja luego en tu día a día.
Y así fuiste creciendo, entre partidos de fútbol, colegio,
grupos de catequesis, Senda y demás, hasta que te hiciste todo un hombre.
Siempre de buen humor, siempre rezumando una bonhomía que nos desarmaba a
todos. Recuerdo lo que te costaron tus inicios en agrónomos, pero también como
gracias a tu tesón, a ese don que tenías de pelear y ser perseverante en todo,
te fuiste haciendo con la carrera hasta acabarla por todo lo alto. Cómo olvidar
el día que te animaste a jugar en Schalke, para gran alegría mía, en la que muy
probablemente sea mi última experiencia dentro del fútbol, o la ilusión que me
hacía que te quedaras con el Yeti hasta la última bajada esquiando o incluso
que te animaras a correr conmigo por Gandía. Que sepas que sigues siendo el
único que ha logrado reventarme entrenando hasta la fecha, aquel día que
salimos a correr tres veces (sí, tres, han leído ustedes bien), y que haré todo
lo posible para que siempre que te quede ese honor. Eso sí, al César lo que es
del César. La guitarra, pese a aquellas clases que te di hace un par de
veranos, se me daba mejor a mi, que conste.
Pero lo que admiraba de ti, Santi, muy por encima de logros
académicos y por supuesto deportivos, era la persona en la que te habías
convertido. Recuerdo cómo el día en el que tus padres celebraban sus bodas de
plata, cuando hicieron una semblanza de vosotros cinco, de ti dijeron
literalmente que tenías “un corazón de oro”. Siempre he llevado grabada a fuego
aquella frase, porque era una verdad como un templo. Tu paso por Círculo y por
Perú, terminaron por pulir aún más si cabe ese gran corazón de oro. Daba gusto
estar contigo, Santi. Daba gusto hablar y escucharte. Cuando hace algo más de
un mes me dijiste que querías hacer unas prácticas en Ventosilla y que querías
quedarte en mi casa, me hiciste inmensamente feliz. La mala suerte de mi
rodilla y este mes tan raro de trabajo que llevo, hicieron que no pudiera estar
contigo todo lo que me hubiera gustado, pero me quedo para mi, en lo más
profundo de mi corazón, nuestras conversaciones de estas semanas, nuestras
cenas y la ilusión que emanabas cada vez que hablabas de lo que habías hecho en
la finca ese día. Estabas radiante y esa es la imagen que siempre me quedará de
ti.
Como he dicho estos días a quienes me han preguntado, me
encuentro en mi particular camino de Emaús. Recordando todo lo vivido contigo y
empezando a darme que cuenta que sobre todo has resucitado, y que pese a la pena enorme que siento, poco a poco
comienzo a comprender que sigues caminando conmigo, aunque aún me cueste verlo,
como a los discípulos les ocurría con Jesús de camino a aquella ciudad, situada
apenas a 11 kilómetros de Jerusalén. Has sido sal de la tierra, Santi, portador
del Evangelio allá por dónde ibas, y yo me siento un privilegiado por haberte
tenido tan cerca durante estos últimos casi 25 años. Decía Rahner, uno de los
grandes teólogos del siglo XX, que el Cristiano del Siglo XXI será místico o no
será. Tú tenías esa enorme capacidad de ver a Dios en las pequeñas cosas del
día a día, en las personas que se cruzaban por tu camino. Eras místico, Santi,
y por eso tenías siempre esa sonrisa imborrable que a todos se nos ha quedado
grabada. Esa sonrisa que era de verdad y que reflejaba, en tu caso más que
nunca, el espejo de tu alma, un alma pura y noble, llena de bondad y
espiritualidad, propia de esas personas que son capaces de vivir el Reino
incluso en una sociedad tan complicada como la nuestra. Fuiste luz y desde el
pasado jueves todo un referente para los que por aquí seguimos peleando en el
día a día para vivir nuestra fe en estos tiempos tan revueltos.
Querido Santi, a la luz de lo acontecido estos días, queda
patente que todos los que te hemos conocido nunca te vamos a olvidar. Que somos
muchos a los que nos has tocado con tu vida, haciendo las nuestras mucho
mejores. Ayúdanos desde esa parte del cielo que Dios tiene reservada para las
mejores personas, dónde seguro que estás, porque te vamos a necesitar para
seguir hacia delante, aunque de antemano estoy seguro de que ya lo estás
haciendo. Y te quiero pedir un pequeño favor. Dale al Padre de mi parte las
gracias, las más grandes que puedas, aunque ya lo hago yo también cada noche,
por el regalazo que ha sido haberte tan cerca todo este tiempo. Te echaré de
menos socio, aunque sé que siempre estarás a nuestro lado. Al menos así te voy
sintiendo.
Comentarios